martes, 25 de mayo de 2021

Yo ingeniero: Corta experiencia en doma.

 A la tierna edad de 12 añitos, viviendo en un pueblo en donde nunca pasaba nada, la principal preocupación que teníamos mis 3 amigos y yo era matar el aburrimiento.

Y fue por entonces, en una siesta de verano, un poco aturdidos por el calor, otro poco por el canto incesante de las chicharras, que descubrimos el chancho de Ernesto.

Apareció de la nada, ahí, en medio de un terreno baldío que estaba justo al lado de la casa del viejo.

Ese cerdo (el animal, no Ernesto) era un enorme, gris y tosco, que seguramente ignoraba su destino de carnicería. Caminaba lento por el baldío, olisqueando la tierra y las plantas.

Nosotros mirábamos al animal con las caras pegadas en el alambre hasta que, empujados por esa sinrazón que caracteriza a la preadolescencia, a alguien se le ocurrió decir "A que no se animan a montarlo".

Quizás el orden lo determinó el grado de aburrimiento, o simplemente siempre era yo el que quería ser el primero en todo, me vi trepando por el tejido de alambre del lado de la calle y bajando por el otro lado.

Una vez frente a él, el animal me miró sin inmutarse, y siguió caminando lentamente, con el hocico pegado al suelo.

Fue entonces que, de cerca sin el alambre de por medio, noté que el bicho debía pesar el doble que yo.

Me paralicé por un segundo pero mis amigos, "expertos en monturas de cerdo", me daban instrucciones de cómo acercarme y montarlo desde afuera. La vergüenza  de no hacerlo fue mayor que el miedo.

Me acerqué por detrás del chancho y absolutamente sin ninguna cautela salté sobre su lomo, cayendo con las piernas más abiertas de lo que esperaba.

Lo siguiente pasó en milisegundos.

El chancho dió un respingo y comenzó a trotar, mientras yo trataba de mantener el equilibrio sobre él, cosa que se complicaba 

por no poder aferrarme con las piernas.

Para no caerme, clavé los dedos en su cuero agarrando un puñado del mismo, y eso desató el infierno.

El cerdo comenzó a correr mientras emitía chillidos. Mis amigos gritaban enardecidos pegados al alambrado.

Fue un error. En la siesta en un pueblo es sagrada, y el silencio es mandatorio.

En medio del ajetreo, el cerdo se dirigió al patio de la casa del viejo Ernesto, que también era separado del baldío por un alambrado.

Pude ver un agujero en el tejido de alambre justo en frente, en la dirección en la que iba el cerdo. Agujero que comprobé apenas instantes después era del tamaño suficiente para que pasara el animal, pero no yo.

Estrellé mi cara en el tejido, y caí de culo sobre el suelo. Me mareé un poco por el golpe y escuché las risas de mis amigos, risas que se cortaron de golpe... cuando me percaté de que era por la aparición del viejo Ernesto en su patio con cara de siesta interrumpida.

Todavía sentado, lo vi agacharse con demasiada agilidad para alguien de su edad y recoger del suelo una rama gruesa, con claras intenciones de azotarme el culo, o cualquier zona que pudiera alcanzar. Inyección de adrenalina para mis músculos.

Me levanté con la velocidad que sólo los niños de 12 con pánico extremo años se permiten. Mareado todavía me dirigí al alambrado en donde mis amigos me gritaban para que saliera.

Calculé mal el tiempo que el al viejo le tomaría agacharse y pasar por el agujero de huída del chancho. Escuché la rama zumbar cortando el aire a milímetros de mi muslo. No había tiempo para trepar.

Haciendo gala de mi juego de cintura y con la práctica que da el esquivar varillazos más seguido de lo que uno quisiera, amagué correr para un lado, y corrí para el otro, amague que el viejo creyó, dando otro varillazo al aire.

El agujero que había servido para poner a salvo al cerdo, ahora me servía a mí para escapar momentáneamente de mi perseguidor, así que me corrí hacia él, zambulléndome por debajo y sintiendo la rama golpear la suela de mis zapatillas sin consecuencias para mi integridad física. 

Finalmente, el rodeo por los tres árboles de su patio representaron una ventaja porque el viejo empezó a cansarse, dándome tiempo a pasar por el agujero de nuevo y correr al alambrado, treparlo y saltar a la calle, mi libertad.

Corrimos sin dirección, retorciéndonos de risa (yo todavía un poco dolorido y asustado), y nos quedó para siempre la anécdota que recordamos cada vez que nos juntamos: El día que Juan montó el chancho.

viernes, 9 de abril de 2021

Improvisar

 Levantó la cabeza de la pantalla y la vio tirada en el sofá, boca abajo, leyendo.

No sé si fue la tenue luz filtrada en las cortinas del salón, o el silencio provocado por la ausencia de los niños que estaban en la escuela, pero recordó lo poco que improvisaba últimamente.

Ese pensamiento dio paso a otros más lujuriosos. Se levantó y se acercó sin mucho sigilo. Ella no lo escuchó con sus auriculares puestos.

Se paró a su lado, un poco por detrás, y pasó su pierna por encima, para caer sentado pesadamente sobre la unión de sus piernas y sus nalgas, pensando en asaltarla a besos en la nuca mientras le hacía sentir el pecho en su espalda.

De repente, apretó las mandíbulas del dolor, que además lo dejó inmovilizado. Una sola frase ocupó todo su pensamiento: "Qué pendejos hijos de puta! Cuántas veces les dije..."

No era la primera vez que pasaba, pero ésta era la peor...

Se deslizó lentamente, como pudo, hacia el suelo. Un hilo de sangre comenzó a deslizarse desde su rodilla hacia su empeine.

Ella se quitó los auriculares. - "Llamá a emergencias", le dijo él, sin poder separar los dientes del todo.



Y aquí estoy, en urgencias, esperando que el médico mire la radiografía. 

Ya me quitaron los dos legos que me clavé en la rodilla y que estaban en el sofá, a pesar de haberles dicho a mis  -ahora desheredados- hijos que no los dejaran en cualquier lado. Y deseando volver a casa para poner todos sus juguetes en venta.


miércoles, 27 de enero de 2021

Yo ingeniero - Día de furia

Voy a contar cómo el estrés te puede llevar a cometer errores.

Corría el año 2006. Época en donde las monedas escaseaban, y yo acababa de conseguir un trabajo en Mataderos viviendo en Olivos. Dos colectivos (buses) me tenía que tomar para ir a trabajar.

Ante la escases de las monedas, el gobierno y el Banco Central habían puesto en localizaciones estratégicas unas máquinas en las cuales se podían cambiar billetes por las mismas.

Una de esos lugares era la terminal del bus en donde me bajaba cerca del trabajo.

Siempre me las había arreglado para conseguir las monedas necesarias por otros medios, porque las filas de personas frente a esas máquinas solía ser interminable.

Pero finalmente tuve que acudir a una.

Por esa época estábamos retocando los últimos detalles de una aplicación que ya estaba retrasada. Muchas horas de trabajo seguidas, mucha presión, mucho tiempo de viaje de ida y vuelta hacia el trabajo, por mudarme a vivir con mi novia y la situación del país... como siempre.

Yo no lo había notado, pero el estrés te ataca gradualmente y te va ganando de a poquito. De repente dormís apretando los dientes. Te levantás contracturado. Estás de mal humor siempre. Todo sin que te des cuenta.

El tema es que fui a la dichosa máquina a cambiar un billete por monedas. En la fila había sólo 2 personas delante de mí. Una suerte.

Mientras hacía la fila me puse a ver cómo operar la máquina.

Lo primero que me llamó la atención es que la máquina en sí no se veía: Estaba cubierta en su totalidad por papelitos pegados, a excepción de las ranuras, pantallas y botones.

Papelitos que pedían por perros, gatos y personas perdidos. Otros ofreciendo sus servicios de pica-pica, plomeros, putas... de todo.

Papelitos con todo tipos de letras y colores, con tamaños variados de entre 2x2 hasta 5x5.

Resalto: TODA la máquina cubierta de ellos.

Me toca el turno, y pongo un billete de $50. La máquina lo engulle... pero no suelta las moneditas.

$50 eran como 10 viajes de casa al trabajo. No estaba dispuesto a perderlos.

Así que comencé a buscar entre los botones uno que me permita recuperar mi billete.

El tiempo corría, y la fila detrás mío crecía.

Y se impacientaba.

Una señora se me acerca y me dice: "Te puedo ayudar?"

Le dije que había puesto $50, pero no me daba las monedas.

Me señaló un papelito de los tantos en la máquina que decía: "Sólo se aceptan billetes de $2, $5 y $10".

Era imposible detectar ese papel en medio de los otros.

Mi presión iba en aumento.

Pregunto a la gente cómo recuperar el billete, y entonces surge el típico argentino: Una señora comenta que para eso "Vas a tener que esperar que venga la gente del Banco Central. Vienen una vez cada dos semanas...."

Otras 3 personas asintieron con la cabeza.

Por qué digo que "típico argentino"? Porque hablaron sin saber, provocando malestar y quejándose sin sentido. Pero lo supe demasiado tarde, y de la peor manera.

Yo en ese momento estaba trabajando con billeteros electrónicos. Sé como funcionan. Para devolver las monedas, el billetero tiene que leer el valor del billete. Si simplemente no puede leer el valor, o no es del valor permitido, el billetero PUEDE devolverlo.

Pero no era el caso. Quien programó la máquina decidió que se quedaría con todos los billetes, y que el usuario se joda.

Una oleada de ira me invadió, y sin pensarlo cerré la mano y le propiné un golpe a la máquina. Era para descargarme, para demostrar mi frustración, pero sabía que no podía dañar a esa máquina hecha de chapa.

Pero me equivoqué. Detrás de todos esos papelitos, en el frente de la máquina, había un vidrio.

Saltó en pedazos.

Entonces sí (no antes) aparecieron las personas que trabajan en la terminal del bus.

A ayudar? Ni pensarlo.

A decirme que estaba loco, que qué me pasaba, que cómo iba a reaccionar así... incluso decírmelo de malos modales.

Se acercaron dos personas más: Un policía que suele estar siempre en esos lugares, y un señor que fue por detrás de la máquina, la abrió y SACÓ MI BILLETE!

Así, rodeado de gente, miré a la gente de la cola con ganas de matarlos, por hijos de puta bocasueltas.

Me devolvió mi billete, y ante la presión de la gente el policía me dijo "te tengo que llevar, por vandalismo".

Cuando el policía se me acercó, le dije en voz alta y clara "Te pago el vidrio".

Inmediatamente los trabajadores de la terminal cambiaron su postura: "Si, lo tenés que pagar", fue el comentario general.

Les pregunté cuánto valía el vidrio. $400 me dijeron. Yo no tenía esa cantidad de dinero encima.

Así que llamé a un compañero de trabajo, le dije dónde estaba y que viniera con esa cantidad, luego yo se la devolvía.

Mientras mi compañero venía, el policía me tomó los datos... sin pedirme documentación. Obviamente le dí nombre y direcciones falsos.

Llegó mi compañero, les dí el dinero, y cuando me iba le dije al policía, pero en voz alta para que escuchen todos: "Que por lo menos te inviten un vaso de vino, no?"

Así fue como una "sesión" de $400 me hizo darme cuenta de lo acelerado que estaba. A punto de explotar. Y fue entonces donde decidí que no iba a llegar nunca más a ese punto. Considero que me salió barato aprender.

 

lunes, 18 de enero de 2021

Vencimos al COVID-19

 Y finalmente, un día vencimos al COVID19. Una década después de que apareciera.

Primero se intentó que la población fuera responsable, que se comportara como una sociedad y se dejaran de lado los egoísmos. Ilusos!

Luego salieron las vacunas. Y los antivacunas. Lo que la ciencia iba haciendo los estúpidos iban deshaciendo. Y en los tiempos de hiperconectividad, los estúpidos se multiplicaron por millones.

Por suerte los estúpidos, por más que fueren, no fueron suficiente para detener las vacunas, así que tomaron la posta los políticos y sus consabidas artimañas. En algunos países, para una vacuna de dos dosis ellos decidieron que una dosis era suficiente, y con la misma cantidad vacunaban al doble de personas.

Por suerte se supo y la presión popular los hizo volver atrás.

Pero era sólo el comienzo.

Un camión con la refrigeración adecuada era necesario para transportar la vacuna, pero también era caro. Comenzaron con unas cuantas decenas de camiones sin refrigerar. 

En flotas de miles, nadie se dio cuenta a tiempo, y de esos pobres infelices a los que el azar les proveía una vacuna inservible, una fracción murieron. Los choferes no tuvieron cargo de conciencia al cobrar para mantener la boca cerrada.

Luego los sistemas de almacenaje, unos cuantos sin refrigeración representaron unos dólares más al bolsillo de los inescrupulosos. Otros miles de muertos en el mundo. Los dueños de los almacenes tampoco tuvieron cargo de conciencia. 

Finalmente la codicia llegó a los laboratorios. Directamente empezaron a fabricar vacunas placebo, por la mitad del costo. Murieron unos pocos millones. Los científicos también durmieron sin problema con los bolsillos llenos.

Pasaron años sucediendo éstas y otras maniobras, muriendo algunos, cobrando otros. Hasta que finalmente hoy, 20 de Enero del 2030, el número de contagiados menos el número de muertos alcanzó (mas o menos, porque los números tampoco son confiables, por razones obvias) al número de vivos.

Todos los que estamos vivos ya tuvimos el virus, y los que nacen ya tienen los anticuerpos. El resto murió.

Finalmente vencimos al virus. 

Pero todos los que perdimos a alguien (y los que no) esperamos con ansias las vacunas para la estupidez, la codicia, el egoísmo y la corrupción.