Soy un pre-millennial y odio a los millennials. Lo hago por muchos motivos, pero empecemos por uno. El odio por envidia.
Los envidio mucho y por eso los odio mucho.
Escucho gente decir “pobre millennials, mirá cómo está el mundo que les tocó vivir”.
Y yo me pregunto… ¿qué mundo? Éstos tipos con suerte no tienen ni que tirar una cadena después de cagar: ¡Aprietan un botón! Y en alguno países ni eso… se levantan, se limpian el culo (sí, todavía lo tienen que hacer a mano, “pobres”), y se van, y el inodoro solito tira el agua.
Y eso es lo menos automático que tienen. Mi vieja me hacía pasar el “mechudo” (una especie de mopa, mojada en kerosenne) por el suelo de ladrillo ¡TODOS LOS PUTOS DÍAS! Odiaba esa mopa, ese piso, los ladrillos, todo. Pero los millennials no, ellos tienen aspiradoras robot.
Y así con todo. Heladeras que con grifos de agua fría, aires acondicionados, piscinas desinfectadas, abrigos de polar… ¿Sabés cómo picaba en el cuello la polera de lana gruesa que te tejía tu vieja? Nada que ver con el polar suavecito de ahora… Por suerte para emparejar la cosa hay algunos alérgicos al polar. QUE SE CAGUEN.
Cuando esgrimo todos éstos argumentos, esa misma gente me dice “sí, pero yo me refería al medio ambiente… los plásticos en los mares…”
¡Qué me vienen a hablar de los plásticos que tardan cientos de años en desintegrarse! ¡Por favor! Sí, es una cagada, pero seguro que alguno de nosotros, los pre-millennials, ya están trabajando en una manera de resolver ese problema. Porque no esperen que los millennials resuelvan algo, ¿eh? Son unos inútiles que tienen todo servido. Pero no es ese el punto. El problema de los plásticos va a suceder en un futuro a mediano plazo. No se puede comparar con predicciones catastróficas que vivimos nosotros ¿O no se acuerdan del famoso Agujero de Ozono? Siiii, ese agujero por el que se estaba yendo el oxígeno y si no se cerraba nos quedábamos sin aire y sin atmósfera, muriéndonos todos asfixiados o rostizados. Andábamos todos con olor a chivo porque los desodorantes agrandaban el agujero. ¡Ese era un verdadero problema¡. ¡Inmediato! ¡Urgente!
Pero hay otro motivo por el que los odio mucho más, y es mucho más banal. Los odio porque tienen porno gratis.
Hoy ellos agarran internet, escriben “culo teta concha” y listo. A cascarse. Instantáneo.
¿Y si les cortan la luz? Salen a la calle, pasan por cualquier revistería, miran, retienen mentalmente la imagen, van rápido rápido a sus casas, entran al baño, y a cascarse.
¡Para nosotros era mucho, pero MUCHO más difícil!
Primero, no teníamos internet. Segundo, las revistas estaban en exhibición, si, pero con un plástico negro que sólo dejaba ver, a veces, los pelos -de la cabeza, eh!- de la chica de tapa.
¿Cómo lo solucionábamos? Un adulto tenía que comprar una revista por nosotros, ¡pero estaba muy mal visto comprarlas! Yo tuve suerte en ese sentido porque en mi grupo de amigos había uno con el padre viudo. Me atrevo a decir casi con seguridad que en casa de todo viudo había revistas pornográficas.
Era cuestión de saliera de su casa un momento para que empezáramos a buscar la revista del mes.
No, no. No había muchas porque el viejo, cuando compraba una nueva, TIRABA la anterior. Claro, porque él la podía ver cuando quisiera y seguramente la había gastado a miradas. Si habremos pasado horas rebuscando en la basura… porque hasta eso era difícil. No se separaba papel, plástico, orgánico… no no. Todo era un menjunje viscoso y asqueroso. Jamás estaban en buen estado. La que mejor estaba tenía manchas de huevo frito con mayonesa, cebollas, champú, yerba y mocos entre las hojas.
Por eso era mejor encontrarla antes que el dueño la tirase. La primera vez que la veíamos era como descubrir un tesoro. Todo un ritual. Con lo poco que tardábamos en eyacular, podría habernos durado tranquilamente un año. Pero no. La primera vez era con armas enfundadas. Se pasaban las páginas leeeeeentameeeeeente. La idea era fijar las imágenes, para usarlas luego cuando la revista no estuviera disponible.
Terminada de hojear la revista, entonces sí, se hacía el sorteo para determinar el orden de uso. Una vez hecho el sorteo, en ese orden se usaba el baño más cercano, con la condición sine qua non de no ensuciarla. Ese orden era muy importante, porque si te tocaba entre los últimos podía no darte tiempo si el dueño de la revista llegaba antes a casa. Aunque si ocurría esto, el que estaba en el baño la pasaba peor, porque, en pos de dejar la revista exactamente donde estaba lo más rápido posible, era abruptamente interrumpido en medio de la faena.
Una tristeza todo.
Pero aunque los odio mucho por eso, el principal motivo de mi odio es porque tienen Tinder.
Ustedes no saben lo difícil que era ponerla en mi tiempo.
Si uno conocía una chica, había que pasar una serie de pruebas antes de concretar. Había que, primero, obtener el número de teléfono.
Parece una estupidez, pero era dificilísimo, porque la señorita, por más que estuviera muerta con nosotros, sabía que dárnoslo era un gran paso. Era el comienzo del ritual de seducción, que estaba muy muy muy lejos del ritual de apareamiento, pero había que pasar por él.
Una vez conseguido el teléfono, había que llamarla. El teléfono era fijo. Y fijo que atendía su padre.
- Hola?
- Si, hola… ¿está Mariela? (con el tono más amable e inofensivo que uno podía improvisar)
- ¿Quién habla? (con tono mezcla de autoridad y amenaza)
- Cerebrado… (en esa época no se usaba la arroba adelante)
- ¿Qué Cerebrado?
- Un amigo…
- ¿Y de dónde la conocés?
Aquí había que inventar rápido, porque no se usaba planificar — Del club…
- ¿Qué club?
- El del barrio — Aunque no tuviéramos ni idea dónde vivía.
- !Mariela! Te llama un tal Cerebrado, tiene voz de medio boludo, ¿lo conocés?
Y ahí rogábamos que la piba se acuerde de nosotros.
Luego de eso, eran horas interminables al teléfono. Nuestros padres nos cagaban a pedos porque se pagaba por minuto la llamada. Igual podías zafar hasta que Telecom implementó la factura detallada de cuántos minutos se hablaban y a qué número. Botonazo.
Y finalmente llegaba el día.
¿De ponerla? Nooooo, ¡todavía estaba lejos eso! De ir a su casa a que te conozca la familia.
Ahí sí, te bañabas, te ponías la mejor ropa que tenías, y hasta te ponías desodorante. Que se cague el agujero de ozono.
Llegabas a la hora del almuerzo, y el padre, para joderte, te trataba mal. Las primeras horitas nomás. Después había que llevar al hermanito a divertirse. Si tenías plata lo metías de cabeza a los arcades, también conocidos como fichines. Si no, estabas cagado. A la plaza, a los rayos del sol, a jugar a la mancha, al escondite, o a lo que puta se le ocurriera el pibe.
Volvías a la hora de tomar el té, transpirado como si hubieras estado en Kosovo. Y ahora a hablar con la madre. A contestar qué estudiabas, qué hacían tus padres, qué pensabas hacer de tu vida… — mire, no sé señora, yo sólo quiero culearme a su hija — pensabas, pero le decías que ibas a estudiar, y que tu sueño era ser ingeniero, terminar con el hambre del mundo y encontrar la cura del cáncer.
Por supuesto, el té se tomaba bebido, sin tocar ni una factura, ni un pastelito, no fuera a pensar que eras un muerto de hambre.
Luego de la merienda, a la tardecita, había que sacar a pasear el perro. Otra vez a la puta calle, pero ésta vez arrastrado por un dálmata del tamaño de un caballo que para complicártela se quería quedar a mear cada árbol que pasábamos y se quería culiar a cada perrita que veía.
Por suerte no se usaba la dichosa bolsita, porque cagaba como un dragón el literalmente hijo de perra .
Volver a la noche, a cenar (si había suerte), y tomarte el colectivo a tu casa, sabiendo que ese día se repetiría muuuuuchas veces antes de siquiera tocarle una teta.
Ahora con Tinder es otra cosa! El otro día almorzando con un primo millennial, le pido que me muestre eso de Tinder. Me muestra.
- Ésta sí…, ésta sí…, ésta sí…, ésta no…
- Pará pará pará! Le dijiste a una que no!
- Si.
- ¿¡Pero por quéeeee!?
- ¿Cómo por qué?
- ¡Si! ¿Cómo le vas a decir que no a una?
- Y… porque no me gustaba.
- Pero, pero, ¡PERO…!
Claro, hablamos un lenguaje distinto. En mi época, uno salía con la que te diera bola. Ni por asomo le decías que no a una chica.
- Y listo. Esperamos un rato y vemos. Si le gusto a alguna, me va a aparecer acá, y ya le puedo hablar.
Yo pensé que se estaba mandando la parte. Cuando joven, yo creé un canal de chat en el IRC. Se chateaba de forma anónima por MESES antes de concretar una cita. “Un rato” dice el mocoso. ¡JA!
Pero efectivamente, 27 cronometrados minutos después, tenía dos coincidencias.
- Mirá, ahora le escribo a una… - me dijo.
Y le puso: “hola, ¿te cabe sexo en la primera cita?” el muy animal.
Yo me reí a carcajadas de semejante bestialidad.
- Noooo querido! Así no se le habla a una mujer! Tenés que empezar por preguntarle cosas y hacer como que te importa, ¡buscar temas en común! No tenés idea del arte del cortejo…
Y estaba a punto de darle una lección al imberbe éste, pero me tuve que callar: “Si, claro” le contestó la chica.
Por eso los odio. Sin esfuerzo, sin imaginación… y en medio de la abundancia.
El diálogo siguió:
- Dónde vivís?- escribió mi primo.
- En Belgrano
- Ahh, ok. Más tarde hablamos.
Yo no entendía nada. Cómo que más tarde? Ya le dijo que sí, ¿qué esperaba el inútil éste para ir?
Se ve que mis ojos desorbitados, mi mandíbula abierta y mi baba cayendo le dieron una pista.
- Es muy lejos- me dijo.
- ¿MUY LEJOS? ¡HIJO DE PUTA! ¡Son 20 minutos en tren!
- Seee, por eso…
Cómo no odiarlos!
Me vino a la cabeza la época en que andábamos con las hormonas revolucionadas. Yo vivía en un pueblo chiquito de Jujuy, en donde era imposible enganchar una señorita local por el famoso “qué dirán”. Entonces, había que salir de ahí. Ampliar el coto de caza.
La primera opción era San Antonio. Un pueblo a 7 kilómetros del mío, que constaba de 2 calles de mas o menos un kilómetro de largo. Una para ir otra para volver. Si uno pasaba por ahí en invierno, probablemente hubiera pensado que era un pueblo fantasma, si no fuera por el policía de 200 kilos que casi siempre estaba tomando un vino en la puerta de la comisaría.
Pero en verano la cosa cambiaba. Ese paraje se convertía en una villa veraniega y venían chicas de otros lugares mucho más lejanos y exóticos, como la provincia de Salta.
La vida bullía en verano… pero de noche, porque durante la siesta de Jujuy (pleno trópico de Capricornio) el sol pega tanto que las lagartijas se escupen las patas para cruzar la calle.
Entonces, de día, las adolescentes se pegaban un aburrimiento mortal y ahí es donde aprovechábamos mi amigo y yo para hacer nuestra jugada.
Como no teníamos auto, recorríamos los 7 kilómetros, en la siesta, bajo el sol de Jujuy, en bici.
Yo tenía una Fiorenza rodado 14 roja, a la que ya le faltaban los guardabarros y el portaequipaje. Decíamos que los sacábamos para que fueran mas aerodinámicas, pero la verdad es que se habían hecho pingo hacía tiempo. La de él era igual, pero verde.
Llegábamos a la casa de la señorita (sí, a los dos estúpidos nos gustaba la misma), transpirados y deshidratados. Por suerte la madre de la misma, con tal de que los hijos la dejaran dormir la siesta, nos ponía un sifón de soda a cada uno y desaparecía.
Charlábamos tratando de ganar la simpatía de la dama. Y luego nos volvíamos, cuando el sol iba bajando. Sin jamás tener ni la más remota esperanza de tocarle siquiera una teta, ¿eh? No, no. Todo ese esfuerzo era para ver si accedía a ser nuestra novia primero.
Porque, como dije, para garchar tenían que ser novias… como mínimo.
Hasta que un día se rompió mi bici… y empezamos a ir corriendo. Mirá si la falta de rodado iba a detener nuestro ímpetu.
Y así días tras día corríamos 14 kilómetros para cortejar, ¿entendés? ¡Y mi primo no quería tomar un tren por 20 minutos para ir directamente a coger!
Mi odio es profundo como la fosa de las Marianas mirá.
Para no dejarlos sin final en la historia, finalmente la mina no nos dió bola a ninguno y dejamos de ir.
¿Doloroso? Para nada! Estábamos tan acostumbrados al rechazo que al otro día estábamos poniendo la mira en otra chica.
Tristemente solo la mira poníamos.
Había alguna que otra artimaña para destacarse del resto de la manada. Una de esas era la moto.
La moto te distinguía. Si tenías una moto, tenías todo lo que las guachas quieren.
Y yo tuve un amigo que tenía moto.
Claro que todo poder conlleva una gran responsabilidad. No era mágico, no. Había que aprender a usarla.
La primera vez traté de combinarla con la caballerosidad. Luego de invitar a pasear a una señorita le ofrecí subir a la moto antes que yo.
Craso error. Luego de que ella estuviera acomodada, quité la patita de apoyo y la moto quedó sostenida en su posición vertical sólo por las puntitas de los pies de la dama.
Acto seguido yo debía levantar la pierna, pasarla por sobre el asiento, entre la señorita y el tanque de nafta y quedar en posición para emprender el viaje. Parecía sencillo, pero muchas cosas podían fallar. Y fallaron.
El problema pudo haber sido que que la moto era un poco alta, o que quedaba poco espacio para que yo entrara entre la señorita y el tanque de nafta, o que el pantalón no era muy elástico…
El caso es que al levantar la pierna y pasarla en el mismo impulso, no obtuve suficiente altura y pateé la moto (que repito se sostenía endeblemente en posición vertical) cayéndose ésta hacia un costado, sobre la dama.
No fue lo peor. Yo seguí cayendo hacia adelante desequilibrado, y en un último instante, casi en el aire, pude reaccionar dando un torpe paso hacia adelante para no pisar la moto, pero no pude evitar caer sobre la pierna de la niña, que había quedado mitad sobre el cordón, mitad en la calle.
Fractura expuesta, y no la puse. Aunque no me hubiera importado la fractura, digamos todo.
En el segundo intento traté de ser sabio y aprender de la experiencia, así que ideé el plan: Uno: La señorita debía esperar a un costado a que yo subiera primero. Dos: Levantar la pierna lo más alto posible, para no patear la moto. Tres: Una vez montado sostener firmemente la moto con las piernas y esperar las tetas en la espalda.
Con ese plan (y muy concentrado en no cagarla) tomé el manubrio con la mano izquierda mientras levantaba la pierna con el máximo impulso que podía, dibujando en el aire un semicírculo perfecto, envidia de cualquier bailarina clásica, por sobre el asiento de la moto, un poco alto a decir verdad… que terminó abruptamente con mi empeine en la oreja de la dama. La muy pelotuda estaba para PEGADA a la moto, ¿podés creer?
Patada giratoria (o mawashi geri) y knockout. Tampoco la puse. Y tampoco me hubiera importado el knockout, venido al caso.
Recién el tercer intento — con otra chica, obvio — fue mucho mas fructífero. Ésta vez logramos sentarnos los dos en la moto.
Pero algo no encajaba: Había tenido suerte esa vez y la dama tenía una glándulas mamarias de tamaño superior a la media… pero yo no las sentía en mi espalda. Claro, ella se cuidaba de que aquello no sucediera.
Inspirado en Top Gun, supuse que tomando un poco de velocidad, las acercaría, simplemente para convertirnos en una masa más aerodinámica, así que aceleré la moto…
Lo siguiente lo recuerdo en cámara lenta:
La moto avanzó al mismo tiempo que vi sus piernas ascender por ambos lados, al costado de mis brazos.
Sentí sus dedos arañarme la espalda tratando de aferrarse a algo, sólo pudiendo agarrar endeblemente mi ropa y soltándola de golpe.
Escuché un golpe seco contra el asfalto. Cráneo, seguro.
Miré por el rabillo del ojo a sus amigas poner cara de susto y a su hermano y amigos venir hacia mí con malas intenciones.
No frené. No me di vuelta. Aceleré. Volví a la casa de mi amigo, le devolví la moto y me fui a mi casa. Busqué ese tesoro y con el cuidado de no tocar las manchas de huevo frito con mayonesa, cebollas, champú, yerba y mocos, me clavé flor de paja.
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